
El nombre y la obra de Noam Chomsky los conocí en el año 1998 como estudiante de lingüística, situado en un lugar relevante en el panteón de teóricos junto al padre de esta importante disciplina, el mítico borracho Ferdinand de Saussure. Luego empecé a ver su firma estampada de manera recurrente como activista político en apoyo a casi todas las luchas en contra del imperialismo y del sistema neoliberal y supe con sorpresa, al igual que en 2009 cuando se anunció la muerte de Levi Strauss, que Chomsky no estaba muerto. Una vez en broma le escribí a un amor imposible “Sólo falta que Chomsky apoye nuestra tentativa para confirmar que la nuestra es otra causa perdida”.
Íos Fernández

Pero ahora en serio: Cuando el destino me hizo retornar a regañadientes a Cartagena Indias una corriente de pensamiento universal que se expandía anidó en mi mente y bajo el nombre de Producimos Movimiento adopté la consigna “Piensa Universal, Actúa Local”. Toda acción, comprendí entonces, es local; y senté las bases de un movimiento evolucionario que usaba como combustible la música local champeta. En términos literarios lo había sentenciado el escritor anarco cristiano León Tolstoi, mil veces citado: “Describe tu aldea y serás universal”. Pero en aquel momento no pensaba tanto en escribir un libro como en actuar y no sobre un escenario sino sobre la realidad, en una suerte de osadía situacionista que contribuyera a alterar la narrativa de la ciudad.
Después de pasar 21 años en las aulas como alumno y como profesor de literatura y de teatro, había pensado que el mundo era análogo a un salón de clases. Pero ahora ese salón de clases se extendía de manera virtual a través de internet y las redes sociales, en especial de Facebook. Las redes sociales no eran un divertimento inocuo sino un termómetro y una proyección desde y hacia la realidad, que exacerbaban lo emocional frente a lo intelectual, insuflando como valor el ‘like‘ por encima del criterio. “Lo que no me gusta es malo, lo que me gusta es bueno”, independientemente de su calidad moral o intelectual. Al margen de quienes hacían de la estupidez, la tontería o la maldad su bandera; reconocí mucho potencial, brillantez y talento rondando por aquel salón virtual, pero descubrí al tiempo, en sus formas y uso, ciertos rasgos de sutil incoherencia. Una dificultad para relacionar causas y consecuencias no evidentes, para reconocerse como partícipe y alimentador de lo que a la vez se criticaba con contundencia o incluso de aquello en contra de lo que se luchaba con ferocidad. El ser humano tropezándose con un grano de arena de la piedra que arroja o arrojando la misma piedra con la que sin percibirlo se acaba de tropezar. Y esa incoherencia inconsciente es común en las redes como en los actos de la cotidianidad, como cuando maldecimos un trancón mientras hacemos parte de él.
Hace unos días, el anuncio de la muerte de Noam Chomsky me recordó todo esto. La ligereza, la rapidez, la urgencia de esparcir asuntos de los que no se tiene la menor certeza resulta dañino, aunque no evidente para quien lo hace sin mala intención. Y basado en esa falta de intención tiende a minimizarlo. En este caso particular, la paradigmática y elocuente incoherencia radica en que solo un seguidor de Chomsky se animaría a rendirle honores compartiendo presuroso en sus redes la noticia de su fallecimiento, pero a su vez se supone que un conocedor de la obra de Chomsky no lo haría sin haber verificado en las fuentes con algún grado de meticulosidad.
El viejo Noam debe estar revolcándose, no en su tumba, por suerte, sino en su lecho de enfermo, al corroborar que su mensaje intelectual y político no es suficiente. El ser humano coopera inconsciente en masa en favor de su propia aniquilación, no por falta de información o entendimiento sino por falta de rigor. Mucha tinta ha corrido en torno a los peligros del mal uso de las redes, y hasta Neflix se atrevió a producir un documental. Pero tal vez la incoherencia como una mala hierba sea lo natural o puede que sean las distracciones y contrariedades del medio social las que constantemente nos estimulen a ella. Como afirmara el desencantado Emil Cioran: “Nadie tiene derecho a contradecirse más que la vida”. La coherencia sería entonces una conquista sobre la propia naturaleza o una defensa en contra del sistema imperante; un jardín que plantar, regar y podar a diario, vigilar con lupa y cuidar con guante de seda. La coherencia es una hazaña moral difícil de preservar, pero al menos habría que hacer un esfuerzo intelectual por aproximarse a ella.